sábado, 17 de septiembre de 2011

Qué premias cuando premias, por Hernán Arias, Suplemento Cultura, Diario Perfil

Siempre bajo sospecha, los certámenes literarios se multiplican cada temporada. El año pasado fue especialmente benévolo con los autores argentinos en el mercado hispanoamericano. Un análisis, caso por caso, de las obras premiadas por los sellos Planeta, Norma, Anagrama, Entropía y los diarios “Clarín” y “Página/12”, y del abordaje formal de cada uno de sus autores: Martín Kohan, Norma Huidobro, Pablo De Santis, Aurora Venturini, Leandro Avalos Blacha y Ariel Magnus. ¿Cuáles son los criterios de selección de los principales concursos? ¿Se hace justicia literaria o se busca crear apenas una efectiva operación de marketing?

Los concursos literarios parecen ser tan viejos como la literatura. En la antigua Grecia, los autores ya competían con sus obras. Era una fiesta anual y pública, y la recompensa para el ganador consistía en una corona de laureles. Los grandes maestros de la tragedia, Sófocles, Esquilo y Eurípides, se sometían a la votación de un jurado. Hasta donde se sabe, Sófocles no ganó nunca.
Más cerca en el tiempo, otros escritores dejaron en claro su desprecio por los concursos. En el Ulises, James Joyce nos muestra a su álter ego, Stephen Dedalus, justo antes de salir del baño limpiándose con la página del diario donde aparece publicado un cuento que, por supuesto, acaba de ganar un concurso.
En nuestra tradición, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges hablaron del tema. En una de sus aguafuertes, Arlt sentencia que existen sólo dos tipos de escritores: “Los que escriben para darse autobombo y los que quieren ganar el Premio Municipal”. Borges, por su parte, en un breve artículo publicado en la revista El Hogar en 1946, se plantea: “¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?”, y después de afirmar, de un modo algo simplista, que la respuesta a esa pregunta “es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la ‘viveza’, de los destinos personales, interesa muy poco a los argentinos”, les dedica un párrafo a los premios “de fuente oficial”. Los llama “estímulos artificiales”, y está decididamente en contra: “No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas −afirma−; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores”.
Borges apela al Martín Fierro para ejemplificar lo que piensa, preguntándose si, en el caso de que en 1872 José Hernández hubiera tenido la posibilidad de mandar su obra a un concurso literario, “¿se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero?”.
Con otras palabras, la investigadora Alejandra Laera plantea lo mismo en su ensayo Los premios literarios: recompensas y espectáculo, aparecido hace poco por la editorial Beatriz Viterbo: “¿Podría decirse –se pregunta– que, aun sin saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que escribe?”. Y como Borges, Laera no arriesga una respuesta concluyente al respecto. Pero sí señala cuáles son, a su entender, los criterios de selección y premiación de las novelas en los concursos más importantes de nuestros días. Para esta investigadora, los jurados de los grandes premios ­−que recompensan con fama (algunos pocos con prestigio) y dinero, es decir, con capital simbólico y capital económico− seleccionan la obra ganadora con un criterio fundamentalmente temático. Les interesa que la novela reproduzca “la agenda de los temas de moda en clave idiosincrática”, y en general no son tolerantes con las innovaciones en el plano “estético, ni formal ni estilístico”. Laera anota además cuáles son los rasgos formales que se suelen premiar: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”.
Y este aporte resulta valioso para pensar qué tipo de literatura consagran hoy los premios. Porque, más allá de las diversas opiniones que existen sobre los concursos, más allá de los rumores y de los prejuicios, y de que muchos escritores consideren inaceptable someter sus obras a un jurado, lo cierto es que los premios se siguen entregando con una dinámica imperturbable y, con mayor o menor repercusión, cada año legitiman un puñado de obras y autores que ingresan al mercado con fajas de presentación y espacio en las vidrieras de las librerías.
Temas, actualidad, estilo. Si retomamos lo que señalaba Laera en su ensayo, sobre la preponderancia que, al momento de evaluar, los jurados de los grandes premios de novela le dan al tema por encima de la forma, valorando, ante todo, que la obra desarrolle alguno de “los temas de moda en clave idiosincrática”, debemos detenernos en El lugar perdido, de Norma Huidobro, flamante ganadora del Premio Clarín de Novela 2007.
Con este galardón, Huidobro se suma a la creciente lista de mujeres de mediana edad que, en las últimas siete entregas, se han hecho acreedoras del Premio Clarín. Y su obra reúne todas las peculiaridades que Laera indica como las características tipo de las novelas premiables. La historia transcurre en un pueblo remoto habitado en su mayor parte por mujeres, al que llega un hombre misterioso en busca de unas misteriosas cartas enviadas por la novia de un presunto subversivo. La mujer que tiene esas cartas se niega a entregarlas, y la intriga de la novela recae en saber cuál es el contenido de esas cartas y hasta dónde está dispuesto a llegar ese hombre misterioso para conseguirlas.
Formalmente, El lugar perdido parece ilustrar lo dicho por Laera: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”. Pero si, aun con estas ventajas, el lector duda sobre si comprar o no esta novela, siempre puede contar con el comentario de Rosa Montero para decidirse: “Una novela limpia y afilada como una aguja de cristal: se te clava en el corazón, estremecedora e hipnotizante”.
Otra obra premiada en el transcurso del año pasado fue El enigma de París, de Pablo De Santis, ganadora del flamante Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Como queda claro ya desde el título, esta nueva novela de De Santis es un policial, transcurre en París en el siglo XIX, y la protagoniza un grupo de detectives, Los Doce Detectives, quienes se encuentran reunidos con motivo de la Exposición Universal, e inesperadamente deben resolver el asesinato de uno de ellos. Paradójicamente, aunque el autor y los comentaristas de esta novela hagan hincapié una y otra vez en los supuestos enigmas y misterios que la justifican, desde el diseño de cubierta en adelante todo parece estar demasiado claro. En El enigma de París no hay ningún riesgo formal, ninguna búsqueda estética; tampoco encontramos nada sorprendente en la trama. Es una novela aburrida y mal escrita −copio una frase: “A veces, cuando un caso me obliga a permanecer hasta tarde en el estudio, saco el bastón, lustro la cabeza de león y me pongo a imaginar en lo que se sentirá al cruzar la línea, al probar el sabor del mal”− cuyo único verdadero enigma posiblemente se encuentre en el incomprensible comentario de Eduardo Mendoza incluido en la contratapa: “Esta es una estupenda novela de intrigas pero también es todas las novelas de intriga”.
Un premio interesante, aunque con altibajos, pero que ha sabido definir un perfil atractivo para los lectores en idioma español, es el Premio Herralde de Novela. Ciencias morales, de Martín Kohan, lo obtuvo en 2007. Esta novela tiene como protagonista a una preceptora del Colegio Nacional de Buenos Aires, María Teresa, que durante el ciclo lectivo de 1982 se ocupa de controlar el comportamiento de los alumnos con una rigurosidad exasperante. El tema del control y la obediencia son centrales en esta novela, en la que el colegio funciona como una puesta en abismo de la sociedad. En un sentido, puede aplicarse a Ciencias morales lo que señalaba Laera sobre la importancia de un “tema de moda” para obtener un premio, pero es en el tratamiento de ese tema, en el trabajo de escritura de Kohan, donde aparece lo que podríamos llamar la dimensión literaria de esta novela, algo de lo que carecen tanto El lugar perdido como El enigma de París.
Pero sin duda la sorpresa de 2007 fue el resultado del Premio Nueva Novela organizado por el diario Página/12. La obra ganadora resultó ser Las primas, de Aurora Venturini, y lo que en un principio llamó la atención fue un dato atmosférico: que la autora tuviera 85 años. Hubo incluso quien hizo circular por Internet un artículo en el que cuestionaba la decisión de otorgarle el premio Nueva Novela a una mujer de esa edad. Una objeción ridícula. Más todavía si se la piensa después de haber leído la novela. En Las primas su protagonista, Yuna, narra en primera persona lo que sucede en su familia −una familia disfuncional de los años cuarenta− mientras lleva adelante su exitosa carrera como artista. Es cierto que Venturini utiliza un recurso ya conocido −explotado magistralmente por Faulkner en El sonido y la furia−, el del relato a cargo de un personaje idiota, pero consigue renovarlo con una escritura suelta y segura a la vez, que se ajusta a los giros y tiempos del relato oral y se despreocupa del uso de los signos de puntuación. Venturini hace de su escritura o, mejor, de las dificultades para escribir correctamente que tiene la narradora, uno de los temas de Las primas. De esta manera, Yuna aprende a escribir −incluso incorpora gran cantidad de palabras consultando el diccionario− a medida que narra su propia historia. A Venturini la obsesionan el ámbito doméstico y las relaciones que se tejen en esa familia con hijos lelos, uno de ellos monstruoso: hay un aborto; hay una violación; hay muertos y hasta un casamiento. Dicho así, se podría pensar que Las primas es una novela convencional, pero no lo es. Escapa siempre de los lugares comunes y no encontramos en sus páginas las marcas de las novelas premiables señaladas por Laera.
Otra novela interesante que se alzó con un premio fue Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus, ganadora del Premio de Novela La Otra Orilla, de la editorial Norma. Contada también en primera persona, este libro retoma una historia real, la de “Fosforito”, el chino que incendiaba mueblerías por los barrios de Buenos Aires, pero la utiliza sólo como disparadora de un relato más complejo y sorprendente, en el que el narrador desmenuza con humor el imaginario que los argentinos −sobre todo los porteños− construimos sobre los chinos. Tal vez esta novela sea algo extensa, pero éste es apenas un detalle entre numerosos aciertos: la construcción de un narrador-testigo que aprende a medida que cuenta la historia, los diálogos “imaginarios” y delirantes de los chinos y el tono entre despreocupado e irreverente que domina la narración y la desvía una y otra vez son algunos de ellos. Y para el final, una admirable rareza: Berazachussetts, de Leandro Avalos Blacha, que obtuvo el Premio Indio Rico 2007, organizado por Estación Pringles y la editorial Entropía para escritores residentes en la provincia de Buenos Aires. Berazachussetts es, ante todo, una novela de aventuras, extremadamente audaz y divertida, que empieza cuando cuatro viudas que pasean por un bosque encuentran a una zombi obesa que parece haber sido violada. Con una frescura que nos remite a Alicia en el país de las maravillas, durante la primera parte de la novela las anécdotas se suceden de manera vertiginosa y descolocan al lector, abriendo nuevas expectativas y clausurando otras con una destreza narrativa poco frecuente. Como en la novela de Magnus, Un chino en bicicleta, en Berazachussetts el humor también es un elemento central. Y en este sentido no es un detalle menor señalar que en ambos concursos participó César Aira de los jurados.
En uno de sus libros, la crítica literaria Pascale Casanova escribió: “Los premios literarios son la forma menos literaria de la consagración”. Y aunque resulta difícil saber cuál sería la forma “más literaria” de la consagración, intuimos que esa frase esconde una verdad. De cualquier manera, resulta interesante pensar el futuro de las obras premiadas a partir de la clasificación hecha por Oscar Wilde en su artículo “Sobre si se debe leer o no”. Para Wilde existen tres tipos de libros: “Los que hay que leer, los que hay que releer, y los que no hay que leer jamás”. ¿Cuál será el destino de estas novelas?

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