Comenzar una columna con un pedido no es de hombres de bien, es sabido. Pero éste no será un pedido para beneficio de quien escribe, sino para el de aquel que después de leer estas palabras busque Medianera, de Leandro Ávalos Blacha. Y el pedido en cuestión es éste: no leas la contratapa del libro. No. Esas 10 líneas que buscan seducir a lectores indecisos provocarán, en este caso, la ruptura de algo tan bello y esencial como es la sorpresa. Hay un argumento muy potente esperando ahí adentro, pero en la contraportada queda demolido al ser develada gran parte de la singularidad de la historia. Pasa casi lo mismo que con los anuncios de las películas actuales: en un videíto de un minuto con veintisiete segundos tenemos toda la película comprimida, y ya no hay nada o casi nada por descubrir. Entonces no, por favor, no leas la contratapa.
Después de semejante advertencia quedará poco por contar sobre la historia, pero se puede hablar, y mucho, del estilo de este joven nacido en Quilmes en 1980, que fue laureado por un jurado compuesto por Daniel Link, Alan Pauls y César Aira –tríada que premió a su novela anterior, Berazachussetts–, y que desembarcó en las editoriales cordobesas a través de la colección Temporal. Narrativa del Bicentenario, dela Editorial Universitaria de Villa María (Eduvim).
En Medianera Ávalos Blacha exhibe, antes que nada, una singular capacidad para generar asombro. Desde la primera página, que asoma –engañosa– con cierto aire insulso, atrapa y obliga a avanzar velozmente ante la profusión de hechos y situaciones inesperadas. Ahí está jugada la suerte de esta obra, en la renovación constante de los prodigios imaginativos, en la aparición de personajes que rozan el terreno de la locura y el absurdo, pero que le dan a lo contado una coherencia propia que se sostiene de principio a fin. Y desde el principio también, por qué evitarlo, la prosa de Ávalos Blacha recuerda a la de Aira. Pese a que se empecina en desechar a sus pretendidos continuadores, el creador de La guerra de los gimnasios y Varamo tiene en Ávalos Blacha una pluma joven que bien podría arrogarse el título de airana.
Podría sonar caprichosa, pero la comparación con Aira no es gratuita. Veamos: en ambos el golpe de efecto es norma; la creación de escenarios confusos y muchas veces hilarantes es constante; la evolución del relato se rige a partir de la aparición de nuevos elementos, surgidos uno tras otro sin necesidad ni explicación alguna; las escenas pueden variar en un instante sin previo aviso; el empleo de la libertad creativa está al servicio de la construcción de personajes rebosantes de vida y de episodios deslumbrantes; y todo sin superar las 90 páginas. El poder del vértigo, podría decirse.
Pese al despliegue de estos juegos airanos, la escritura de Ávalos Blacha se distancia de lo hecho por el escritor de Coronel Pringles en otros aspectos. El más destacable quizás sea la referencia al mundo real que existe en Medianera, ya que si bien se narra desde un futuro que suena poco probable, su mensaje tiene visos de advertencia dirigidos a ésta realidad, la que construimos todos los días y está fuera de las novelas. Al contrario de los mundos de Aira, que nacen y mueren en sí mismos, esta historia se abre a la actualidad para nutrirse de posibilidades latentes, y desde allí plantea su extrañísimo decir, que provoca una sensación de estar ante algo nuevo que no deja de deslumbrar en ningún momento. El chismerío de barrio, el fanatismo por las novelas de la televisión, la locura por el boxeo y las peleas de perros y, sobre todo, la creciente presencia de los teléfonos celulares en nuestras vidas, son algunas de las aristas de las que el escritor se sirve para forjar esta deleitable nouvelle.
Es cierto que lo novedoso muchas veces conquista sólo por eso: por ser nuevo. Pero en el caso de Medianera su condición de recién nacida no la exime de ser ubicada, hasta que los años y las futuras lecturas lo dictaminen, cerca del largísimo estante de esos gigantes que todos conocemos como clásicos.
sábado, 17 de septiembre de 2011
Berazachussetts, por Mauro Libertella, Revista Los inrockuptibles
Hay una tentación a la hora de escribir acerca de Berazachussetts, de Leandro Ávalos Blacha, que consiste en mencionar el estupor que causa la proliferación de historias y lo abigarrado de las anécdotas que brotan de los pliegues de esta pequeña y extraña nouvelle. Y sin embargo, sería francamente reduccionista sentenciar aquello de que Berazachussetts es una novela cuyo nervio es la pura narración-quizás la palabra adecuada sea “inventiva”. Pero lo cierto es que la ganadora del premio Indio Rico es una especie de punto de confluencia en donde las más vertiginosas peripecias se imantan en amplios registros narrativos mediante los cuales se proyectan hacia la literatura. Si quisiéramos resumir la trama -un intento imposible-, nos veríamos obligados a erigir un listado de personajes, cuyos movimientos y combinaciones sólo la lectura del libro podría elucidar.
Sucede que en Berazachussetts el armado del personaje es sumamente preciso. No es fácil hacer convivir a un grupo de profesoras jubiladas, a una zombi punk caníbal, a un político corrupto y altamente perverso, a un grupo de chicos ricos con una curiosa idea de la diversión y algunos personajes más de ese nivel de excentricidad sin cruzar la línea en donde el verosímil se cae a pedazos. Y Berazachussetts lo logra con precisión quirúrgica.
Una de las claves a la hora de salvar el verosímil es, sin dudas, la decisión de situar la ficción en el pueblo suburbano de Berazachussetts, donde todo parecería ser posible o, mejor, donde todo es potencialmente literario. O el uso de la lengua: la escritura de Ávalos Blacha es un arco tensado en cuyos destellos convive el habla de la clase media y la juventud punk, la charla de café y la narración más elegante y clásica.
Sucede que en Berazachussetts el armado del personaje es sumamente preciso. No es fácil hacer convivir a un grupo de profesoras jubiladas, a una zombi punk caníbal, a un político corrupto y altamente perverso, a un grupo de chicos ricos con una curiosa idea de la diversión y algunos personajes más de ese nivel de excentricidad sin cruzar la línea en donde el verosímil se cae a pedazos. Y Berazachussetts lo logra con precisión quirúrgica.
Una de las claves a la hora de salvar el verosímil es, sin dudas, la decisión de situar la ficción en el pueblo suburbano de Berazachussetts, donde todo parecería ser posible o, mejor, donde todo es potencialmente literario. O el uso de la lengua: la escritura de Ávalos Blacha es un arco tensado en cuyos destellos convive el habla de la clase media y la juventud punk, la charla de café y la narración más elegante y clásica.
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En el país de las maravillas, por Pablo Plotkin, Revista Rolling Stone
La ciudad de Berazachussetts es un bardo. Los hijos del poder secuestran perejiles, se los llevan al bosque y los intiman a que violen y maten a mujeres desprevenidas. Los filman y suben el material a Internet. La pasan bomba. En ese decorado abyecto irrumpe Trash, una zombi metalero que tiene pinta de haber sobrevivido al ultraje y se topa con un inefable cuarteto de docentes jubiladas –unas trillizas de Belleville versión SUTEBA– que le dan cobijo en su depto. Trash rompe el hielo comiéndose el cadáver de un volantero y bajándoselo con una cervecita en el living de las maestras. “¿Tienen freezer?”, les pregunta con voz dulce antes de repartir los restos del cuerpo en diversos tuppers para la vianda de la noche. A esta altura de los acontecimientos, página 21, la pregunta que se impone es: ¿quién te baja de un comienzo semejante? Ganador del premio Indio Rico 2007 a la mejor nouvelle bonaerense, veredicto unánime de César Aira, Alan Pauls y Daniel Link (a ver quién se les planta a esos tres juntos), este relato desbordante de Leandro Ávalos Blacha (nacido en Quilmes en 1980, discípulo de Alberto Laiseca, autor de Serialismo) monta un GBA paralelo en cuyos márgenes se cocina una revolución caníbal. Con una escritura precisa y una inventiva voraz, el autor descerraja personajes y situaciones a un ritmo disparatado: héroes cumbieros, políticos sin piedad, cuadrillas de lisiados, viejas chotas, fantasmas y profetas rancheros de un Apocalipsis pop. Ávalos parece haber cirujeado en los contenedores de Alicia en el país de las maravillas, Los siete locos y La conjura de los necios para hacerse un banquete personal con los residuos de esas obras maestras.
Acá las acciones caen en torrente, los géneros se baten a duelo y la fauna de Berazachussetts se revuelca en los restos de civilización de un Conurbano reloaded. Hay estrellas de Pehuajóllywood, hay un Muro de Bernal, hay monoblocs de Ciudadelhi y hay un escritor que acumula visiones distópicas y postales decadentes con un ingenio zarpado. El humor narrativo de Berazachussetts es negro y tierno, contemporáneo y a la vez anticuado, y combina lo cáustico y lo festivo con una naturalidad admirable.
Acá las acciones caen en torrente, los géneros se baten a duelo y la fauna de Berazachussetts se revuelca en los restos de civilización de un Conurbano reloaded. Hay estrellas de Pehuajóllywood, hay un Muro de Bernal, hay monoblocs de Ciudadelhi y hay un escritor que acumula visiones distópicas y postales decadentes con un ingenio zarpado. El humor narrativo de Berazachussetts es negro y tierno, contemporáneo y a la vez anticuado, y combina lo cáustico y lo festivo con una naturalidad admirable.
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Una cuestión de perspectiva, por Maxi Tomas, Suplemento Cultura, Diario Perfil
Hace algunos meses, en una charla sobre edición y crítica literaria, el moderador de la mesa preguntó a los participantes, editores y directores de revistas y suplementos culturales cómo veían la situación de la literatura argentina actual. Luego de pensar unos segundos y de mencionar a Borges, Cortázar y Bioy Casares, uno de ellos, bastante convencido, deploró el panorama contemporáneo asegurando, palabras más o menos, que hoy por hoy en la Argentina no pasaba nada relevante. Minutos después, cuando me tocó el turno de hablar, aseguré que opinaba más bien todo lo contrario: que era éste, precisamente, uno de los momentos más ricos y promisorios de la literatura nacional. Que no sólo había muchos escritores notables produciendo, sino que, además, es un tiempo en el que por fortuna, una vez más, parece que todo está por hacerse.
¿Qué argumentos respaldaban esa opinión? Ni más ni menos que las evidencias que viene arrojando, en los últimos años, el campo cultural y la industria editorial. Sin forzar demasiado las cosas, se puede ver que, en la actualidad, conviven diversas generaciones y tendencias narrativas que se nutren de manera recíproca, y que, a diferencia de lo sucedido en el pasado reciente (Borges, los escritores del boom, Puig, Walsh), no hay un nombre rector que polarice la atención de los lectores por sobre los demás. Los escritores nacidos en la década del 50 (Sergio Bizzio, Alan Pauls, Marcelo Cohen, Juan Forn, Sergio Chejfec, Daniel Guebel, Matilde Sánchez, Ana María Shua) están en plena actividad, al igual que los nacidos en la década posterior (Rodrigo Fresán, Pablo Ramos, Guillermo Martínez, Damián Tabarovsky, Pablo de Santis, Martín Kohan, Carlos Gamerro); algunos de ellos incluso, luego de varios libros publicados, están logrando construir un público propio, y obteniendo premios que comienzan a otorgarles visibilidad fuera de las fronteras nacionales.
Detrás de ellos fue surgiendo, poco tiempo atrás y con la fuerza de su prepotencia creativa, la autogestión, las lecturas públicas, las antologías colectivas y el diálogo entre pares, el grupo de nombres más reconocible de escritores nacidos en los 70: Oliverio Coelho, Gonzalo Garcés, Juan Terranova, Washington Cucurto, Ariel Magnus y Pedro Mairal, entre muchos otros. Y, por si todo esto fuera poco, comienzan ya a publicar sus primeros libros algunos autores nacidos en la década del 80, como Federico Levín, Violeta Gorodischer y Leandro Avalos Blacha, el ganador de la primera edición del premio literario Indio Rico, organizado por la editorial Entropía y cuyo jurado integraron Pauls, Daniel Link y César Aira.
Berazachussetts, la novela de Avalos Blacha –donde se advierten las influencias del delirio narrativo de Alberto Laiseca, uno de los nombres mencionados por el autor en la dedicatoria del libro– es, tal vez, una de las más gratas sorpresas editoriales de los últimos tiempos. Extremadamente divertida e inteligente, cuenta los devenires de una zombie punk, de un grupo de docentes desquiciado, de la cruel lisiada Periquita y del corruptísimo Franciso Saavedra, ex intendente de Berazachussets, terreno imaginario del Conurbano donde se compra y vende con “patachussetts”, se organiza una revuelta socialista a manos de un grupo revolucionario de zombies liderado por un cantante de cumbia, y se desata una hecatombe con claras reminiscencias a la crisis social y política de 2001. Suficientes nombres (aunque falten mencionar muchos) y suficientes libros como para afirmar que la literatura actual vaga a la deriva, ¿o no?
¿Qué argumentos respaldaban esa opinión? Ni más ni menos que las evidencias que viene arrojando, en los últimos años, el campo cultural y la industria editorial. Sin forzar demasiado las cosas, se puede ver que, en la actualidad, conviven diversas generaciones y tendencias narrativas que se nutren de manera recíproca, y que, a diferencia de lo sucedido en el pasado reciente (Borges, los escritores del boom, Puig, Walsh), no hay un nombre rector que polarice la atención de los lectores por sobre los demás. Los escritores nacidos en la década del 50 (Sergio Bizzio, Alan Pauls, Marcelo Cohen, Juan Forn, Sergio Chejfec, Daniel Guebel, Matilde Sánchez, Ana María Shua) están en plena actividad, al igual que los nacidos en la década posterior (Rodrigo Fresán, Pablo Ramos, Guillermo Martínez, Damián Tabarovsky, Pablo de Santis, Martín Kohan, Carlos Gamerro); algunos de ellos incluso, luego de varios libros publicados, están logrando construir un público propio, y obteniendo premios que comienzan a otorgarles visibilidad fuera de las fronteras nacionales.
Detrás de ellos fue surgiendo, poco tiempo atrás y con la fuerza de su prepotencia creativa, la autogestión, las lecturas públicas, las antologías colectivas y el diálogo entre pares, el grupo de nombres más reconocible de escritores nacidos en los 70: Oliverio Coelho, Gonzalo Garcés, Juan Terranova, Washington Cucurto, Ariel Magnus y Pedro Mairal, entre muchos otros. Y, por si todo esto fuera poco, comienzan ya a publicar sus primeros libros algunos autores nacidos en la década del 80, como Federico Levín, Violeta Gorodischer y Leandro Avalos Blacha, el ganador de la primera edición del premio literario Indio Rico, organizado por la editorial Entropía y cuyo jurado integraron Pauls, Daniel Link y César Aira.
Berazachussetts, la novela de Avalos Blacha –donde se advierten las influencias del delirio narrativo de Alberto Laiseca, uno de los nombres mencionados por el autor en la dedicatoria del libro– es, tal vez, una de las más gratas sorpresas editoriales de los últimos tiempos. Extremadamente divertida e inteligente, cuenta los devenires de una zombie punk, de un grupo de docentes desquiciado, de la cruel lisiada Periquita y del corruptísimo Franciso Saavedra, ex intendente de Berazachussets, terreno imaginario del Conurbano donde se compra y vende con “patachussetts”, se organiza una revuelta socialista a manos de un grupo revolucionario de zombies liderado por un cantante de cumbia, y se desata una hecatombe con claras reminiscencias a la crisis social y política de 2001. Suficientes nombres (aunque falten mencionar muchos) y suficientes libros como para afirmar que la literatura actual vaga a la deriva, ¿o no?
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Qué premias cuando premias, por Hernán Arias, Suplemento Cultura, Diario Perfil
Siempre bajo sospecha, los certámenes literarios se multiplican cada temporada. El año pasado fue especialmente benévolo con los autores argentinos en el mercado hispanoamericano. Un análisis, caso por caso, de las obras premiadas por los sellos Planeta, Norma, Anagrama, Entropía y los diarios “Clarín” y “Página/12”, y del abordaje formal de cada uno de sus autores: Martín Kohan, Norma Huidobro, Pablo De Santis, Aurora Venturini, Leandro Avalos Blacha y Ariel Magnus. ¿Cuáles son los criterios de selección de los principales concursos? ¿Se hace justicia literaria o se busca crear apenas una efectiva operación de marketing?
Los concursos literarios parecen ser tan viejos como la literatura. En la antigua Grecia, los autores ya competían con sus obras. Era una fiesta anual y pública, y la recompensa para el ganador consistía en una corona de laureles. Los grandes maestros de la tragedia, Sófocles, Esquilo y Eurípides, se sometían a la votación de un jurado. Hasta donde se sabe, Sófocles no ganó nunca.
Más cerca en el tiempo, otros escritores dejaron en claro su desprecio por los concursos. En el Ulises, James Joyce nos muestra a su álter ego, Stephen Dedalus, justo antes de salir del baño limpiándose con la página del diario donde aparece publicado un cuento que, por supuesto, acaba de ganar un concurso.
En nuestra tradición, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges hablaron del tema. En una de sus aguafuertes, Arlt sentencia que existen sólo dos tipos de escritores: “Los que escriben para darse autobombo y los que quieren ganar el Premio Municipal”. Borges, por su parte, en un breve artículo publicado en la revista El Hogar en 1946, se plantea: “¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?”, y después de afirmar, de un modo algo simplista, que la respuesta a esa pregunta “es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la ‘viveza’, de los destinos personales, interesa muy poco a los argentinos”, les dedica un párrafo a los premios “de fuente oficial”. Los llama “estímulos artificiales”, y está decididamente en contra: “No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas −afirma−; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores”.
Borges apela al Martín Fierro para ejemplificar lo que piensa, preguntándose si, en el caso de que en 1872 José Hernández hubiera tenido la posibilidad de mandar su obra a un concurso literario, “¿se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero?”.
Con otras palabras, la investigadora Alejandra Laera plantea lo mismo en su ensayo Los premios literarios: recompensas y espectáculo, aparecido hace poco por la editorial Beatriz Viterbo: “¿Podría decirse –se pregunta– que, aun sin saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que escribe?”. Y como Borges, Laera no arriesga una respuesta concluyente al respecto. Pero sí señala cuáles son, a su entender, los criterios de selección y premiación de las novelas en los concursos más importantes de nuestros días. Para esta investigadora, los jurados de los grandes premios −que recompensan con fama (algunos pocos con prestigio) y dinero, es decir, con capital simbólico y capital económico− seleccionan la obra ganadora con un criterio fundamentalmente temático. Les interesa que la novela reproduzca “la agenda de los temas de moda en clave idiosincrática”, y en general no son tolerantes con las innovaciones en el plano “estético, ni formal ni estilístico”. Laera anota además cuáles son los rasgos formales que se suelen premiar: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”.
Y este aporte resulta valioso para pensar qué tipo de literatura consagran hoy los premios. Porque, más allá de las diversas opiniones que existen sobre los concursos, más allá de los rumores y de los prejuicios, y de que muchos escritores consideren inaceptable someter sus obras a un jurado, lo cierto es que los premios se siguen entregando con una dinámica imperturbable y, con mayor o menor repercusión, cada año legitiman un puñado de obras y autores que ingresan al mercado con fajas de presentación y espacio en las vidrieras de las librerías.
Temas, actualidad, estilo. Si retomamos lo que señalaba Laera en su ensayo, sobre la preponderancia que, al momento de evaluar, los jurados de los grandes premios de novela le dan al tema por encima de la forma, valorando, ante todo, que la obra desarrolle alguno de “los temas de moda en clave idiosincrática”, debemos detenernos en El lugar perdido, de Norma Huidobro, flamante ganadora del Premio Clarín de Novela 2007.
Con este galardón, Huidobro se suma a la creciente lista de mujeres de mediana edad que, en las últimas siete entregas, se han hecho acreedoras del Premio Clarín. Y su obra reúne todas las peculiaridades que Laera indica como las características tipo de las novelas premiables. La historia transcurre en un pueblo remoto habitado en su mayor parte por mujeres, al que llega un hombre misterioso en busca de unas misteriosas cartas enviadas por la novia de un presunto subversivo. La mujer que tiene esas cartas se niega a entregarlas, y la intriga de la novela recae en saber cuál es el contenido de esas cartas y hasta dónde está dispuesto a llegar ese hombre misterioso para conseguirlas.
Formalmente, El lugar perdido parece ilustrar lo dicho por Laera: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”. Pero si, aun con estas ventajas, el lector duda sobre si comprar o no esta novela, siempre puede contar con el comentario de Rosa Montero para decidirse: “Una novela limpia y afilada como una aguja de cristal: se te clava en el corazón, estremecedora e hipnotizante”.
Otra obra premiada en el transcurso del año pasado fue El enigma de París, de Pablo De Santis, ganadora del flamante Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Como queda claro ya desde el título, esta nueva novela de De Santis es un policial, transcurre en París en el siglo XIX, y la protagoniza un grupo de detectives, Los Doce Detectives, quienes se encuentran reunidos con motivo de la Exposición Universal, e inesperadamente deben resolver el asesinato de uno de ellos. Paradójicamente, aunque el autor y los comentaristas de esta novela hagan hincapié una y otra vez en los supuestos enigmas y misterios que la justifican, desde el diseño de cubierta en adelante todo parece estar demasiado claro. En El enigma de París no hay ningún riesgo formal, ninguna búsqueda estética; tampoco encontramos nada sorprendente en la trama. Es una novela aburrida y mal escrita −copio una frase: “A veces, cuando un caso me obliga a permanecer hasta tarde en el estudio, saco el bastón, lustro la cabeza de león y me pongo a imaginar en lo que se sentirá al cruzar la línea, al probar el sabor del mal”− cuyo único verdadero enigma posiblemente se encuentre en el incomprensible comentario de Eduardo Mendoza incluido en la contratapa: “Esta es una estupenda novela de intrigas pero también es todas las novelas de intriga”.
Un premio interesante, aunque con altibajos, pero que ha sabido definir un perfil atractivo para los lectores en idioma español, es el Premio Herralde de Novela. Ciencias morales, de Martín Kohan, lo obtuvo en 2007. Esta novela tiene como protagonista a una preceptora del Colegio Nacional de Buenos Aires, María Teresa, que durante el ciclo lectivo de 1982 se ocupa de controlar el comportamiento de los alumnos con una rigurosidad exasperante. El tema del control y la obediencia son centrales en esta novela, en la que el colegio funciona como una puesta en abismo de la sociedad. En un sentido, puede aplicarse a Ciencias morales lo que señalaba Laera sobre la importancia de un “tema de moda” para obtener un premio, pero es en el tratamiento de ese tema, en el trabajo de escritura de Kohan, donde aparece lo que podríamos llamar la dimensión literaria de esta novela, algo de lo que carecen tanto El lugar perdido como El enigma de París.
Pero sin duda la sorpresa de 2007 fue el resultado del Premio Nueva Novela organizado por el diario Página/12. La obra ganadora resultó ser Las primas, de Aurora Venturini, y lo que en un principio llamó la atención fue un dato atmosférico: que la autora tuviera 85 años. Hubo incluso quien hizo circular por Internet un artículo en el que cuestionaba la decisión de otorgarle el premio Nueva Novela a una mujer de esa edad. Una objeción ridícula. Más todavía si se la piensa después de haber leído la novela. En Las primas su protagonista, Yuna, narra en primera persona lo que sucede en su familia −una familia disfuncional de los años cuarenta− mientras lleva adelante su exitosa carrera como artista. Es cierto que Venturini utiliza un recurso ya conocido −explotado magistralmente por Faulkner en El sonido y la furia−, el del relato a cargo de un personaje idiota, pero consigue renovarlo con una escritura suelta y segura a la vez, que se ajusta a los giros y tiempos del relato oral y se despreocupa del uso de los signos de puntuación. Venturini hace de su escritura o, mejor, de las dificultades para escribir correctamente que tiene la narradora, uno de los temas de Las primas. De esta manera, Yuna aprende a escribir −incluso incorpora gran cantidad de palabras consultando el diccionario− a medida que narra su propia historia. A Venturini la obsesionan el ámbito doméstico y las relaciones que se tejen en esa familia con hijos lelos, uno de ellos monstruoso: hay un aborto; hay una violación; hay muertos y hasta un casamiento. Dicho así, se podría pensar que Las primas es una novela convencional, pero no lo es. Escapa siempre de los lugares comunes y no encontramos en sus páginas las marcas de las novelas premiables señaladas por Laera.
Otra novela interesante que se alzó con un premio fue Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus, ganadora del Premio de Novela La Otra Orilla, de la editorial Norma. Contada también en primera persona, este libro retoma una historia real, la de “Fosforito”, el chino que incendiaba mueblerías por los barrios de Buenos Aires, pero la utiliza sólo como disparadora de un relato más complejo y sorprendente, en el que el narrador desmenuza con humor el imaginario que los argentinos −sobre todo los porteños− construimos sobre los chinos. Tal vez esta novela sea algo extensa, pero éste es apenas un detalle entre numerosos aciertos: la construcción de un narrador-testigo que aprende a medida que cuenta la historia, los diálogos “imaginarios” y delirantes de los chinos y el tono entre despreocupado e irreverente que domina la narración y la desvía una y otra vez son algunos de ellos. Y para el final, una admirable rareza: Berazachussetts, de Leandro Avalos Blacha, que obtuvo el Premio Indio Rico 2007, organizado por Estación Pringles y la editorial Entropía para escritores residentes en la provincia de Buenos Aires. Berazachussetts es, ante todo, una novela de aventuras, extremadamente audaz y divertida, que empieza cuando cuatro viudas que pasean por un bosque encuentran a una zombi obesa que parece haber sido violada. Con una frescura que nos remite a Alicia en el país de las maravillas, durante la primera parte de la novela las anécdotas se suceden de manera vertiginosa y descolocan al lector, abriendo nuevas expectativas y clausurando otras con una destreza narrativa poco frecuente. Como en la novela de Magnus, Un chino en bicicleta, en Berazachussetts el humor también es un elemento central. Y en este sentido no es un detalle menor señalar que en ambos concursos participó César Aira de los jurados.
En uno de sus libros, la crítica literaria Pascale Casanova escribió: “Los premios literarios son la forma menos literaria de la consagración”. Y aunque resulta difícil saber cuál sería la forma “más literaria” de la consagración, intuimos que esa frase esconde una verdad. De cualquier manera, resulta interesante pensar el futuro de las obras premiadas a partir de la clasificación hecha por Oscar Wilde en su artículo “Sobre si se debe leer o no”. Para Wilde existen tres tipos de libros: “Los que hay que leer, los que hay que releer, y los que no hay que leer jamás”. ¿Cuál será el destino de estas novelas?
Los concursos literarios parecen ser tan viejos como la literatura. En la antigua Grecia, los autores ya competían con sus obras. Era una fiesta anual y pública, y la recompensa para el ganador consistía en una corona de laureles. Los grandes maestros de la tragedia, Sófocles, Esquilo y Eurípides, se sometían a la votación de un jurado. Hasta donde se sabe, Sófocles no ganó nunca.
Más cerca en el tiempo, otros escritores dejaron en claro su desprecio por los concursos. En el Ulises, James Joyce nos muestra a su álter ego, Stephen Dedalus, justo antes de salir del baño limpiándose con la página del diario donde aparece publicado un cuento que, por supuesto, acaba de ganar un concurso.
En nuestra tradición, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges hablaron del tema. En una de sus aguafuertes, Arlt sentencia que existen sólo dos tipos de escritores: “Los que escriben para darse autobombo y los que quieren ganar el Premio Municipal”. Borges, por su parte, en un breve artículo publicado en la revista El Hogar en 1946, se plantea: “¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?”, y después de afirmar, de un modo algo simplista, que la respuesta a esa pregunta “es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la ‘viveza’, de los destinos personales, interesa muy poco a los argentinos”, les dedica un párrafo a los premios “de fuente oficial”. Los llama “estímulos artificiales”, y está decididamente en contra: “No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas −afirma−; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores”.
Borges apela al Martín Fierro para ejemplificar lo que piensa, preguntándose si, en el caso de que en 1872 José Hernández hubiera tenido la posibilidad de mandar su obra a un concurso literario, “¿se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero?”.
Con otras palabras, la investigadora Alejandra Laera plantea lo mismo en su ensayo Los premios literarios: recompensas y espectáculo, aparecido hace poco por la editorial Beatriz Viterbo: “¿Podría decirse –se pregunta– que, aun sin saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que escribe?”. Y como Borges, Laera no arriesga una respuesta concluyente al respecto. Pero sí señala cuáles son, a su entender, los criterios de selección y premiación de las novelas en los concursos más importantes de nuestros días. Para esta investigadora, los jurados de los grandes premios −que recompensan con fama (algunos pocos con prestigio) y dinero, es decir, con capital simbólico y capital económico− seleccionan la obra ganadora con un criterio fundamentalmente temático. Les interesa que la novela reproduzca “la agenda de los temas de moda en clave idiosincrática”, y en general no son tolerantes con las innovaciones en el plano “estético, ni formal ni estilístico”. Laera anota además cuáles son los rasgos formales que se suelen premiar: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”.
Y este aporte resulta valioso para pensar qué tipo de literatura consagran hoy los premios. Porque, más allá de las diversas opiniones que existen sobre los concursos, más allá de los rumores y de los prejuicios, y de que muchos escritores consideren inaceptable someter sus obras a un jurado, lo cierto es que los premios se siguen entregando con una dinámica imperturbable y, con mayor o menor repercusión, cada año legitiman un puñado de obras y autores que ingresan al mercado con fajas de presentación y espacio en las vidrieras de las librerías.
Temas, actualidad, estilo. Si retomamos lo que señalaba Laera en su ensayo, sobre la preponderancia que, al momento de evaluar, los jurados de los grandes premios de novela le dan al tema por encima de la forma, valorando, ante todo, que la obra desarrolle alguno de “los temas de moda en clave idiosincrática”, debemos detenernos en El lugar perdido, de Norma Huidobro, flamante ganadora del Premio Clarín de Novela 2007.
Con este galardón, Huidobro se suma a la creciente lista de mujeres de mediana edad que, en las últimas siete entregas, se han hecho acreedoras del Premio Clarín. Y su obra reúne todas las peculiaridades que Laera indica como las características tipo de las novelas premiables. La historia transcurre en un pueblo remoto habitado en su mayor parte por mujeres, al que llega un hombre misterioso en busca de unas misteriosas cartas enviadas por la novia de un presunto subversivo. La mujer que tiene esas cartas se niega a entregarlas, y la intriga de la novela recae en saber cuál es el contenido de esas cartas y hasta dónde está dispuesto a llegar ese hombre misterioso para conseguirlas.
Formalmente, El lugar perdido parece ilustrar lo dicho por Laera: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”. Pero si, aun con estas ventajas, el lector duda sobre si comprar o no esta novela, siempre puede contar con el comentario de Rosa Montero para decidirse: “Una novela limpia y afilada como una aguja de cristal: se te clava en el corazón, estremecedora e hipnotizante”.
Otra obra premiada en el transcurso del año pasado fue El enigma de París, de Pablo De Santis, ganadora del flamante Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Como queda claro ya desde el título, esta nueva novela de De Santis es un policial, transcurre en París en el siglo XIX, y la protagoniza un grupo de detectives, Los Doce Detectives, quienes se encuentran reunidos con motivo de la Exposición Universal, e inesperadamente deben resolver el asesinato de uno de ellos. Paradójicamente, aunque el autor y los comentaristas de esta novela hagan hincapié una y otra vez en los supuestos enigmas y misterios que la justifican, desde el diseño de cubierta en adelante todo parece estar demasiado claro. En El enigma de París no hay ningún riesgo formal, ninguna búsqueda estética; tampoco encontramos nada sorprendente en la trama. Es una novela aburrida y mal escrita −copio una frase: “A veces, cuando un caso me obliga a permanecer hasta tarde en el estudio, saco el bastón, lustro la cabeza de león y me pongo a imaginar en lo que se sentirá al cruzar la línea, al probar el sabor del mal”− cuyo único verdadero enigma posiblemente se encuentre en el incomprensible comentario de Eduardo Mendoza incluido en la contratapa: “Esta es una estupenda novela de intrigas pero también es todas las novelas de intriga”.
Un premio interesante, aunque con altibajos, pero que ha sabido definir un perfil atractivo para los lectores en idioma español, es el Premio Herralde de Novela. Ciencias morales, de Martín Kohan, lo obtuvo en 2007. Esta novela tiene como protagonista a una preceptora del Colegio Nacional de Buenos Aires, María Teresa, que durante el ciclo lectivo de 1982 se ocupa de controlar el comportamiento de los alumnos con una rigurosidad exasperante. El tema del control y la obediencia son centrales en esta novela, en la que el colegio funciona como una puesta en abismo de la sociedad. En un sentido, puede aplicarse a Ciencias morales lo que señalaba Laera sobre la importancia de un “tema de moda” para obtener un premio, pero es en el tratamiento de ese tema, en el trabajo de escritura de Kohan, donde aparece lo que podríamos llamar la dimensión literaria de esta novela, algo de lo que carecen tanto El lugar perdido como El enigma de París.
Pero sin duda la sorpresa de 2007 fue el resultado del Premio Nueva Novela organizado por el diario Página/12. La obra ganadora resultó ser Las primas, de Aurora Venturini, y lo que en un principio llamó la atención fue un dato atmosférico: que la autora tuviera 85 años. Hubo incluso quien hizo circular por Internet un artículo en el que cuestionaba la decisión de otorgarle el premio Nueva Novela a una mujer de esa edad. Una objeción ridícula. Más todavía si se la piensa después de haber leído la novela. En Las primas su protagonista, Yuna, narra en primera persona lo que sucede en su familia −una familia disfuncional de los años cuarenta− mientras lleva adelante su exitosa carrera como artista. Es cierto que Venturini utiliza un recurso ya conocido −explotado magistralmente por Faulkner en El sonido y la furia−, el del relato a cargo de un personaje idiota, pero consigue renovarlo con una escritura suelta y segura a la vez, que se ajusta a los giros y tiempos del relato oral y se despreocupa del uso de los signos de puntuación. Venturini hace de su escritura o, mejor, de las dificultades para escribir correctamente que tiene la narradora, uno de los temas de Las primas. De esta manera, Yuna aprende a escribir −incluso incorpora gran cantidad de palabras consultando el diccionario− a medida que narra su propia historia. A Venturini la obsesionan el ámbito doméstico y las relaciones que se tejen en esa familia con hijos lelos, uno de ellos monstruoso: hay un aborto; hay una violación; hay muertos y hasta un casamiento. Dicho así, se podría pensar que Las primas es una novela convencional, pero no lo es. Escapa siempre de los lugares comunes y no encontramos en sus páginas las marcas de las novelas premiables señaladas por Laera.
Otra novela interesante que se alzó con un premio fue Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus, ganadora del Premio de Novela La Otra Orilla, de la editorial Norma. Contada también en primera persona, este libro retoma una historia real, la de “Fosforito”, el chino que incendiaba mueblerías por los barrios de Buenos Aires, pero la utiliza sólo como disparadora de un relato más complejo y sorprendente, en el que el narrador desmenuza con humor el imaginario que los argentinos −sobre todo los porteños− construimos sobre los chinos. Tal vez esta novela sea algo extensa, pero éste es apenas un detalle entre numerosos aciertos: la construcción de un narrador-testigo que aprende a medida que cuenta la historia, los diálogos “imaginarios” y delirantes de los chinos y el tono entre despreocupado e irreverente que domina la narración y la desvía una y otra vez son algunos de ellos. Y para el final, una admirable rareza: Berazachussetts, de Leandro Avalos Blacha, que obtuvo el Premio Indio Rico 2007, organizado por Estación Pringles y la editorial Entropía para escritores residentes en la provincia de Buenos Aires. Berazachussetts es, ante todo, una novela de aventuras, extremadamente audaz y divertida, que empieza cuando cuatro viudas que pasean por un bosque encuentran a una zombi obesa que parece haber sido violada. Con una frescura que nos remite a Alicia en el país de las maravillas, durante la primera parte de la novela las anécdotas se suceden de manera vertiginosa y descolocan al lector, abriendo nuevas expectativas y clausurando otras con una destreza narrativa poco frecuente. Como en la novela de Magnus, Un chino en bicicleta, en Berazachussetts el humor también es un elemento central. Y en este sentido no es un detalle menor señalar que en ambos concursos participó César Aira de los jurados.
En uno de sus libros, la crítica literaria Pascale Casanova escribió: “Los premios literarios son la forma menos literaria de la consagración”. Y aunque resulta difícil saber cuál sería la forma “más literaria” de la consagración, intuimos que esa frase esconde una verdad. De cualquier manera, resulta interesante pensar el futuro de las obras premiadas a partir de la clasificación hecha por Oscar Wilde en su artículo “Sobre si se debe leer o no”. Para Wilde existen tres tipos de libros: “Los que hay que leer, los que hay que releer, y los que no hay que leer jamás”. ¿Cuál será el destino de estas novelas?
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Berazachussetts, por Nancy Fernández, El interpretador
Cuatro amigas viven juntas en un departamento sin complicaciones aparentes. Hasta que un día, uno de los habituales paseos toma la forma de un accidente. Apoyada sobre un árbol, una especie de mujer obesa muestra con naturalidad su enorme cuerpo desnudo; atribuyendo el hecho a una serie de violaciones contra mujeres desprevenidas, deciden ayudar a la “zombi” y sin sorpresa aceptan la intromisión; de repente, las costumbres de la extraña caníbal que devora cadáveres, tuerce el curso de sus vidas monótonas llevándolas hacia los destinos de la imprevisibilidad. Berazachussettes es la “localidad” donde transcurren los hechos que en buena medida juegan a desestabilizar los códigos del género policial. Tribus urbanas, políticos corruptos, hijos de políticos corruptos, policía criminal, cantantes bailanteras (pero “reales” como Lía Crucet y Sandra Smith), personajes comunes y rutinarios, son algunos de los ingredientes para realizar humor desopilante sobre la trama de relaciones sociales. Y en parte la visibilidad que mencionaba, tiene que ver con la inscripción de una estética que hace de la imagen visual y del delirio cinético, el eje de un estilo. Leandro Avalos Blacha es el autor de Berazachussettes, un texto que ganó el concurso 2007 en narrativa, impulsado en Estación Pringles, el megaproyecto cultural que lleva a cabo el poeta Arturo Carrera. Avalos Blacha, auspiciado por un jurado que integró César Aira, Daniel Link y Alan Pauls, muestra los resultados de un proceso de aprendizaje y un sistema de citas. Por un lado la dedicatoria “al maestro Lai” (además del título mismo) habla de un préstamo tomado del “realismo delirante” de Alberto Laiseca; por otro, el recurso de la inventiva y la irrupción de acontecimientos que no descartan la singular experiencia de lo real, sin duda remite al propio Aira. Y de Aira sobre todo procede el artificio de hacer literatura con materiales y referentes extra y antiestéticos (en Avalos las opulentas cantantes y en Aira, si lo recordamos, personajes como Marcelo Hugo Tinelli, Carlos Salvador Bilardo, Domingo Cavallo, etc.). En el medio, un narrador en tercera que se propone omnisciente, que juzga, opina, sentencia y observa. Pero más allá de la lectura que tiende a situar una toma de posición en el mapa de la literatura argentina actual, una estrategia de filiación, el texto es producto de un proceso relacional entre literatura y mundo, escritura y vida. En este sentido, las geografías suburbanas, barrios y márgenes territoriales, muestran una materia de la que ya se habían hecho cargo Washington Cucurto (Cosa de negros), Alejandro Rubio (Metal pesado), Juan Incardona (Villa Celina); ese es uno de los puntos donde se reescribe la tradición gauchesca y criollista que funda la literatura argentina en vistas a un proyecto de nación y que aquí, en el presente, se muestra como los escombros identitarios y los fragmentos de la cultura planetaria en la que la cultura argentina ingresa sin haber desarrollado su fase industrial. Entonces, la cotidianeidad y la violencia del transcurrir vernáculo, dejan entrever los síntomas bizarros y sórdidos de una sociedad, de una “vecindad” en franca disolución. Tenemos la “impresión” de conocer aquello que la novela nos cuenta aunque no podamos traducirlo con referencias nítidas. Así desfilan en esta novela de 158 páginas, el mundo de los medios masivos, la televisión, la tecnología al servicio de la pornografía doméstica, las filmaciones caseras subidas a internet y la telefonía celular. El mundo bonaerense al que el título alude, sin embargo, no implica parodia, en tanto selección preconcebida y exagerada de determinados rasgos. Antes bien, Avalos Blacha juega con la re-creación libre e imprevista de un entorno de alucinación y pesadilla.
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En el sur están pasando cosas raras, por Facundo García, Página 12
En los suburbios están sucediendo cosas raras. A la aparición de una obesa zombie punk se suma una patota de “chicos bien” que disfrutan corriendo en sus autazos y obligando a pobres diablos a salir a violar mujeres bajo la amenaza de matarles la familia. Con éste y otros sopapos al lector arranca Berazachussetts, la novela que acaba de editar Editorial Entropía después de que César Aira, Daniel Link y Alan Pauls decidieran otorgarle el premio Indio Rico. Desde el principio, el texto de Leandro Avalos Blacha pone a andar una centrifugadora en la que cierta mirada cínica sobre Argentina da vueltas junto a fantasías dignas del pulp desbocado. En una pausa del frenesí y con los pasillos de un cementerio como catalizador de la palabra, el autor nacido en Quilmes en 1980 revela cómo fue insuflando vida a las criaturas literarias que corren de un extremo al otro de su relato.
–Berazachussetts, ya desde su título, habla de una especie de pegoteo entre lo local –en la evidente referencia a un partido del Gran Buenos Aires– y lo externo...
–El título viene de un nombre que circula bastante en la zona sur del conurbano. Decís “tengo que ir a Berazachussetts” y todo el mundo sabe a qué te referís. Pero al mismo tiempo tiene que ver con cierta tensión que quise introducir. Casi todos mis personajes tienen una especie de modelo a alcanzar, incluso en lo que respecta a su ciudad. No son moldes que ellos hayan elegido del todo. Quieren, por ejemplo, que su barrio sea más “invernal”, que tenga nieve como Nueva York; o van a un country, pero buscan decorarlo con palanganas donde se pueda poner las patas en agua salada. En ese intento por ser lo que no son terminan volviéndose grotescos. Y creo que esa sensación mía tiene que ver con la idea tan común de que somos “el país más europeo de América latina”. Basta que llueva un poquito para que las viejas digan “Uh...Buenos Aires se parece a Londres”. Cuando se inunda, no falta el “¡Parece Venecia!”. Nunca se intenta encontrar qué somos en el fondo, más bien se imita. Con resultados pésimos, claro.
–La idea de barrios en los que reina el caos recuerda al clima que se vivía en 2001. Lo que llama la atención es que en su novela, que relata una hecatombe social, el avance de la inquietud se vincula con la “zombificación” de las masas. ¿Hay allí una metáfora o se trata de meros recursos artísticos?
–En la historia que cuento los zombies descontrolan, pero en el fondo son víctimas del abuso de los que tienen el poder. En ese sentido, creo que el 2001 aparece casi inevitablemente. Fue un período que marcó a fuego a nuestra generación, y de una u otra forma se nos impone como tema recurrente a los escritores jóvenes. Tengo el recuerdo de haber ido aquel diciembre en un Ford Fairlane a dejar currículums a Tower Records...te das cuenta: un lugar que ya no existe más. Pasamos por Dock Sud, entramos en el Centro...era como estar yendo hacia la nada, directo al derrumbe total. En Berazachussetts hay algo de esa sensación, pero una cosa similar pasa en buena parte de lo escrito desde fines de los noventa. Ahora me acuerdo, por ejemplo, de El año del desierto, de Pedro Mairal, pero hay más.
Al momento de premiar a Avalos Blacha, Aira, Link y Pauls afirmaron que “con un estilo desenvuelto y corrosivo, tritura las convenciones del género y hace coincidir los motivos más emblemáticos de la cultura chatarra con la geografía del conurbano bonaerense”. Reconocían así la valentía de un autor que hace alquimia con estéticas diversas, contrabandeando por rutas de realidad y ficción. En su mundo, las compras se hacen pagando con “patachussetts” y la mugre no ahuyenta a los bañistas del Rin de La Plata. También ingresan, cada tanto, seres reales. Y cuáles: al escritor no le tembló el pulso cuando decidió poner a Lía Crucet y Sandra Smith a que dialogaran y cantaran “La pollera colorá” y “Lo nene con la nena” en uno de los momentos más bizarros de su ficción. No cualquiera se mete con esos escotes y sale para contarlo.
–Hace tres años, usted ganó el premio Nueva Narrativa Sudaca Border que entrega la editorial Eloísa Cartonera por su nouvelle Serialismo. Esta participación frecuente de estéticas “marginales” en su literatura, ¿es una elección o piensa que se trata de referencias imposibles de evitar para los escritores jóvenes?
–El premio que otorga Eloísa, así como las iniciativas de Estación Pringles, Carne Argentina, Mansalva y otros emprendimientos, están señalando que hoy tenemos una mirada un poco más abierta. Personalmente, pienso que –más allá de preguntarse si se pueden o no evitar referencias a la tele o lo que sea–, el desafío es ir más allá del sentido paródico cuando das cabida a estilos o modos de vivir distintos. Puede ser sumamente enriquecedor desprejuiciar la perspectiva y ver qué nutrientes hay en esas periferias. Alberto Laiseca es uno de los que sabe más de eso.
–Una de las protagonistas de Berazachussetts es Trash, zombie obesa que no se parece a ningún modelo de monstruo que haya mostrado la industria. Pasea por la calle, busca cosas para divertirse, hace amistad con los vecinos...
–Trash aparece en El regreso de los muertos vivos (Dan O’Bannon, 1985). Lo que pasa es que en el film ella es una punkie joven que baila en tetas sobre las tumbas, y yo quise agarrarla hoy, es decir, en otra etapa de su existencia. Gorda y zombificada, en la novela figura vestida igual que en el film, y todavía capaz de bailar en tetas. Aunque ha desarrollado otros intereses...incluso se pone a practicar Tai Chi por la mañana.
–Ha crecido... es una muerta que paradójicamente está más “viva” que los demás. Al mismo tiempo, también trabajó con otros “outsiders” que incomodan la buena conciencia de la clase media, como los negros y los paralíticos. En esos puntos usted parece evitar los lugares comunes e incluso a veces da la impresión de que va en sentido contrario a la corrección política...
–Hay que tener cuidado, porque la discriminación a veces viene disfrazada. Con respecto a la gente que anda en silla de ruedas o tiene equis problema físico, me molesta mucho y me parece tremenda esa condescendencia con que se los mira. Se los considera como si no pudieran ser crueles o tener sentimientos oscuros. ¿Por qué una persona no puede ser mala por el simple hecho de andar en silla de ruedas? Es una posibilidad humana, no se le puede negar esa elección. Hacerlo es segregarlos. Esa postura personal –y la admiración por autores como Céline– influyeron en mi escritura.
Dicen que en los cementerios hay tipos que por la tarde retiran las flores que quedaron junto a las lápidas en los entierros de la mañana. Hacen su cosecha y a última hora revenden todo en la zona del centro. Así, la inocente plantita que vibró temprano en una tumba puede terminar el día en la mesa de una cena romántica, entre las manos de una chica voluptuosa. Cuando han pasado las siete de la tarde, no obstante, no parece haber “recolectores” en la zona de los nichos, y Avalos Blacha recorre solo el camino hacia las salidas del camposanto. Están todas cerradas. Más que la entrevista, el eje del encuentro empieza a ser la desesperación por encontrar un sereno que abra la puerta lo antes posible.
–Berazachussetts, ya desde su título, habla de una especie de pegoteo entre lo local –en la evidente referencia a un partido del Gran Buenos Aires– y lo externo...
–El título viene de un nombre que circula bastante en la zona sur del conurbano. Decís “tengo que ir a Berazachussetts” y todo el mundo sabe a qué te referís. Pero al mismo tiempo tiene que ver con cierta tensión que quise introducir. Casi todos mis personajes tienen una especie de modelo a alcanzar, incluso en lo que respecta a su ciudad. No son moldes que ellos hayan elegido del todo. Quieren, por ejemplo, que su barrio sea más “invernal”, que tenga nieve como Nueva York; o van a un country, pero buscan decorarlo con palanganas donde se pueda poner las patas en agua salada. En ese intento por ser lo que no son terminan volviéndose grotescos. Y creo que esa sensación mía tiene que ver con la idea tan común de que somos “el país más europeo de América latina”. Basta que llueva un poquito para que las viejas digan “Uh...Buenos Aires se parece a Londres”. Cuando se inunda, no falta el “¡Parece Venecia!”. Nunca se intenta encontrar qué somos en el fondo, más bien se imita. Con resultados pésimos, claro.
–La idea de barrios en los que reina el caos recuerda al clima que se vivía en 2001. Lo que llama la atención es que en su novela, que relata una hecatombe social, el avance de la inquietud se vincula con la “zombificación” de las masas. ¿Hay allí una metáfora o se trata de meros recursos artísticos?
–En la historia que cuento los zombies descontrolan, pero en el fondo son víctimas del abuso de los que tienen el poder. En ese sentido, creo que el 2001 aparece casi inevitablemente. Fue un período que marcó a fuego a nuestra generación, y de una u otra forma se nos impone como tema recurrente a los escritores jóvenes. Tengo el recuerdo de haber ido aquel diciembre en un Ford Fairlane a dejar currículums a Tower Records...te das cuenta: un lugar que ya no existe más. Pasamos por Dock Sud, entramos en el Centro...era como estar yendo hacia la nada, directo al derrumbe total. En Berazachussetts hay algo de esa sensación, pero una cosa similar pasa en buena parte de lo escrito desde fines de los noventa. Ahora me acuerdo, por ejemplo, de El año del desierto, de Pedro Mairal, pero hay más.
Al momento de premiar a Avalos Blacha, Aira, Link y Pauls afirmaron que “con un estilo desenvuelto y corrosivo, tritura las convenciones del género y hace coincidir los motivos más emblemáticos de la cultura chatarra con la geografía del conurbano bonaerense”. Reconocían así la valentía de un autor que hace alquimia con estéticas diversas, contrabandeando por rutas de realidad y ficción. En su mundo, las compras se hacen pagando con “patachussetts” y la mugre no ahuyenta a los bañistas del Rin de La Plata. También ingresan, cada tanto, seres reales. Y cuáles: al escritor no le tembló el pulso cuando decidió poner a Lía Crucet y Sandra Smith a que dialogaran y cantaran “La pollera colorá” y “Lo nene con la nena” en uno de los momentos más bizarros de su ficción. No cualquiera se mete con esos escotes y sale para contarlo.
–Hace tres años, usted ganó el premio Nueva Narrativa Sudaca Border que entrega la editorial Eloísa Cartonera por su nouvelle Serialismo. Esta participación frecuente de estéticas “marginales” en su literatura, ¿es una elección o piensa que se trata de referencias imposibles de evitar para los escritores jóvenes?
–El premio que otorga Eloísa, así como las iniciativas de Estación Pringles, Carne Argentina, Mansalva y otros emprendimientos, están señalando que hoy tenemos una mirada un poco más abierta. Personalmente, pienso que –más allá de preguntarse si se pueden o no evitar referencias a la tele o lo que sea–, el desafío es ir más allá del sentido paródico cuando das cabida a estilos o modos de vivir distintos. Puede ser sumamente enriquecedor desprejuiciar la perspectiva y ver qué nutrientes hay en esas periferias. Alberto Laiseca es uno de los que sabe más de eso.
–Una de las protagonistas de Berazachussetts es Trash, zombie obesa que no se parece a ningún modelo de monstruo que haya mostrado la industria. Pasea por la calle, busca cosas para divertirse, hace amistad con los vecinos...
–Trash aparece en El regreso de los muertos vivos (Dan O’Bannon, 1985). Lo que pasa es que en el film ella es una punkie joven que baila en tetas sobre las tumbas, y yo quise agarrarla hoy, es decir, en otra etapa de su existencia. Gorda y zombificada, en la novela figura vestida igual que en el film, y todavía capaz de bailar en tetas. Aunque ha desarrollado otros intereses...incluso se pone a practicar Tai Chi por la mañana.
–Ha crecido... es una muerta que paradójicamente está más “viva” que los demás. Al mismo tiempo, también trabajó con otros “outsiders” que incomodan la buena conciencia de la clase media, como los negros y los paralíticos. En esos puntos usted parece evitar los lugares comunes e incluso a veces da la impresión de que va en sentido contrario a la corrección política...
–Hay que tener cuidado, porque la discriminación a veces viene disfrazada. Con respecto a la gente que anda en silla de ruedas o tiene equis problema físico, me molesta mucho y me parece tremenda esa condescendencia con que se los mira. Se los considera como si no pudieran ser crueles o tener sentimientos oscuros. ¿Por qué una persona no puede ser mala por el simple hecho de andar en silla de ruedas? Es una posibilidad humana, no se le puede negar esa elección. Hacerlo es segregarlos. Esa postura personal –y la admiración por autores como Céline– influyeron en mi escritura.
Dicen que en los cementerios hay tipos que por la tarde retiran las flores que quedaron junto a las lápidas en los entierros de la mañana. Hacen su cosecha y a última hora revenden todo en la zona del centro. Así, la inocente plantita que vibró temprano en una tumba puede terminar el día en la mesa de una cena romántica, entre las manos de una chica voluptuosa. Cuando han pasado las siete de la tarde, no obstante, no parece haber “recolectores” en la zona de los nichos, y Avalos Blacha recorre solo el camino hacia las salidas del camposanto. Están todas cerradas. Más que la entrevista, el eje del encuentro empieza a ser la desesperación por encontrar un sereno que abra la puerta lo antes posible.
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