domingo, 8 de junio de 2008

Del lado del río


Cuando la Leti veía el cielo nublado y el manto de la virgencita violeta, oscuro, soltaba su rollo. Que otra vez me iba a quedar vagueando, mientras ella se iba a trabajar. Pero en días así yo nunca le hacía caso y seguía en la mía. De salir a pescar, ni hablar. Iba a llover. Y pobre del que lo agarrara la tormenta en el Paraná. La isla, en unos minutos, ya se inundaba. Hasta la altura de la casa se quedaba corta. Bastante me arriesgaba al cruzar a la Leti en bote, para que fuera a lo de la señora. Mirá el día que es, le decía, quedate conmigo. Por un día que no les limpies, no se van a morir. Pero ella dale con que tenía que ir, que yo era un irresponsable, y que si no la llevaba se lo pediría a otro. A Garmendia decía la muy reventada, sabiendo cuánto odiaba al hijo de puta. Entonces Arnaldo obedecía y cruzaba a su mujer hasta la otra orilla. La Leti iba con el uniforme de mucama y esa cara de orgullo que le nacía nomás ponérselo. Con el pilotito que le regaló la señora se cubría la cabeza y corría a la parada para tomar el micro a La Florida.

La Leti decía que desde el caserón de los Aguirre podía verse nuestra casa. El cuarto de uno de los hijos tenía un aparato para ver las estrellas. Si voy a limpiar y el chico no está, aprovecho a mirar la casa y te busco en el río. Me controlás, pensaba yo. En muchas cosas, la Leti no me tenía confianza. Como con la cerveza. Cuando compraba, me dejaba una sola lata en la heladerita. Y las demás las enterraba en algún punto de la isla. Me las daba de a poco. Una día por medio. Parece que la escucho. No quiero que te mames. Yo sé que la Leti me quería, pese a todo. De eso no dudo. Pero es como si en algún momento su cariño empezara a cambiar. A la Leti se le iban pegando cosas de esos finolis que miran a los isleños como si estudiaran un microbio. Sus ojitos negros no podían disimular el asco que le daba nuestra casa, mis abrazos, y que la vieran en esa miseria los turistas que paseaban por el Paraná los domingos.
Cada semana trabajaba más horas en lo de los Aguirre. Cada vez nos veíamos menos. Hasta que por fin me lo largó. La señora me pidió que fuera mucama con cama adentro o se buscan a otra.

Ya había inundaciones en otras provincias y todos los ríos desbordaban. Había más víboras. Más ratas. Más mosquitos. Pronto las aves carroñeras se deleitarían con los animales sepultados entre el barro y el agua. Iba a llover. Y la Leti con su sermón. Seguro que me voy y te mamás. Negrita, pensaba yo, hay días en los que uno no está para sermones… por favor, callate. Aunque dijera que teníamos que pensar en la propuesta de los Aguirre, ella ya lo había pensado sola y decidido. Estaba convencido de que era la última vez que la veía. No quería que fuera ese el recuerdo que me quedara de ella. Le pedí bien: hoy quedate. Pero ella ya estaba con el pilotito que la vieja puta le encajó porque no estaba de moda. La agarré del brazo. No me tomes por estúpido. Si te vas para siempre, me lo decís ahora, en la cara. La Leti se puso a forcejear como si fuera un agresor y no su marido. Carajo, solo una noche le pedía. Ella nada. Terca como su madre. Afuera ya llovía y fuerte. El viento sacudía la casa. Me cuesta admitir que le levanté la mano, pero me salió. A nadie le gusta que lo dejen. Ya me imaginaba la sonrisita maliciosa de Garmendia al enterarse.
Con tanza la até de pies y manos a la cama. También por la cintura. Dándole toda la vuelta al colchón. Negrita, decime si hay cerveza y dónde está enterrada. La Leti decía que le dolían las muñecas, que me había vuelto loco. Después confesó que estaban en el gallinero. Nunca había buscado ahí. Asquerosa. Enterrar mis cervezas en ese chiquero… Y yo que solo quería tomar una con ella. Charlar un poquito. Que si me abandonaba, termináramos bien.

En cuanto salí con la pala, vi que no era un día para romances. El agua me llegaba por arriba de las rodillas y el río se comía la tierra con furia. Apenas podía tenerme en pie y, en cuanto me tambaleara un poco, el agua me iba a arrastrar. A lo lejos alguien me hacía gestos. Eran dos tipos, de Prefectura. Estaban evacuando la isla. Cuando los alcancé me miraron extrañados de que aún estuviera ahí. “¿Es usted solo?”. “Yo y mi mujer… Pero ya cruzó a la mañana para ir al trabajo”.

Estaba en una escuela con otros evacuados. Pensaba qué iba hacer con la Leti cuando bajara el agua. De golpe sentí un alboroto a mi alrededor y unas manos que me empujaban hasta el televisor del refugio. El río había destruido las casas de la orilla, entre ellas la mía. Partida en dos. Arrasada. La corriente se llevó mi cuartito. Mi tele. Mi cómoda. Y a mi Leti.

[Publicado en Revista Freeway, Montevideo, abril de 2008.]

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